El jidete alcoyano, 3

Tercera parte de la novela de D. Ramón Fernández Palmeral «El jinete Alcoyano», sobre la revolución del petroleo de Alcoy.

FINALES DE 1871.

LA MUY NO LEAL e industrial ciudad de Alcoy se cobija bajo siete colinas cual la Roma Imperial, rocosos mitos gigantes que la abrazan y protegen en una pintoresca depresión verde entre las sierras de Mariola, Molina, la Serreta, San Antonio y la Font Roja, de cuyas fuentes en llama nacerán míticos arroyos: Molinar, Barchel y Fillol para excavan el encajonado Guadalserpi. La noble ciudad vigilada por los Siete Vigilantes la mantienen a salvo del tiempo antiguo, al plagiado cielo se asoman altivas almenas que resisten la columna del viejo castillo árabes, rotos lienzos de muros encrestados, atalayas y cárcavas, desfiladeros angostos, bosque de carrasca, pinos y águilas de invierno.

La tradición histórica cuenta que en Abril de 1276 hubo un levantamiento de moros al mando del jefe Azraq, en un intento de recuperar el dominio de esta afortunada plaza que ya era un importante centro fabril, en la contienda entre moros y cristianos bajó San Sardán de los cielos y ayudó a los cristianos en la victoria, por ello, en el mes de abril de cada año se celebran la fiestas de «Moros y Cristianos» donde se lucen ropajes de terciopelos, trabucos de pólvora negra, espadas y rutilantes alfanjes de geometrías diversas, cascos de fantasías, cohetes y música, mucha música para entretener los estómagos vacíos de mucha gente.

La fuerza mecánica de las aguas -azud, norias, acequias, turbinas, canalizaciones, saltos, represas-, situadas estratégicamente en los arroyos y la del río Serpis y otros afluentes ha sido siempre fuerza motriz de la industria papelera, textil, alimenticia, fosforera y licores. Los más laboriosos de esta tierra fueron los árabes, antes de ser conquistada la ciudad por los cristianos. Pero antes fue ciudad ibérica y cartaginesa El Coll, y romana después. Luchas, espadas, escudos, mandobles, catapultas, asedios, reconquistas, almenaras, matacanes, castillos, rastrillos, cascos, armaduras, hambre y sangre (palabras que deberían ir junto a la palabra guerra), se debieron fundir para crear una ciudad, que en 1299 la Corona de Aragón la cedió en feudo a Roger Lauria. En estas tierras también estuvieron griegos, fundaron Onice (Onil).

Tierras de Alcoy en agreste y fértil valle, encajonada entre ríos y montañas como un fiero minotauro al que hay que embolar las astas con brea y prenderle juego con una llama de tea imitando a nuestros antepasados ibéricos, aunque sea una brutalidad, ciudad cegada por la luz que reflejan sus montes aledaños como espejos sin un árbol a la redonda porque se cortan para combustible, cielos apaciguados, fraguas, fabricas, palacios, murallas, exiguos parques con ficus, prisión, cuartel de la Guardia Civil, casa de hospicios, Ayuntamiento, colegios, viento en octubre, la plaza con un árbol lleno de remos donde los pájaros tienen su galera para remar la viento, las palomas su acrópolis, calles llenas de reflejos en los atardeceres agonizantes, tiendas y ventanas, letreros de letra redondilla y gótica… En 1868 se sublevó contra Isabel II.

Las calles se levantan cada mañana con obreros venidos de las comarcas vecinas y de todas partes de la rural España, sobre todo de la Mancha y de Andalucía, que llegaron buscando trabajo para quitarse las miserias en una industria textil floreciente y sedera, que exporta manufacturas de tejidos, estambres, sedas, anascotes, bayetas, calamandrinas, buratos y ebanistería a toda España , a Flandes y a las Indias, a la vuelta, con el producto de las ventas, los barcos valencianos traen grano, cueros, azúcar de las antillas, maderas y hasta algodón de Nueva Orleans. Con excedentes de las importaciones se venden a Barcelona o incluso a Italia. Allí se habla valenciano si quieres entenderlos.

Pero en aquel tejido industrial anidaba escondida la araña de la muerte, una sociedad marcada por las diferencias de clases sociales. Un conjunto de ricos comerciantes que no pensaban nada más que en su propia riqueza, por otra parte estaban los explotados obreros que reivindicaban y reivindican mínimos derechos como seres humanos. Teníamos la obligación de cambiar el inamovible estado de las cosas. Las leyes las escribe el hombre y como hombres se pueden modificar, todo se puede modificar con voluntad y pequeñas reformas.

Llegué por primera vez a Alcoy en el verano de 1871 al ser nombrado, como ya conoces, Secretario del Comité Federal de la AIT, aunque mi trabajo del que yo vivía era el de ayudante profesor de Matemáticas en la Escuela Técnica Industrial -escuela que empezó a dar sus clases en 1829 gracias a una ordenanza de la Real Fábrica de Paños-, me daba para pagar una habitación en una pensión la rambla sur, barrio obrero, no lejos a la Plaza de España en calle Cordeta, además, para ganar algunas pesetas daba alguna clases particulares por las tardes. El Tebas y yo discrepábamos constantemente, pero sobre todo, por el hecho de dar yo clases particulares a los hijo de la burguesía, a Alfonsito, hijo del terrateniente Don Cifuentes; y también a Almudena, la hija de los Ridruejos el banquero, caso raro en Alcoy que un padre quisiera que su hija adquiriera cultura en vez de buscarle un marido bien asentado en la industria textil. Enseñanzas particulares que me afeó el Tebas, argumentando que al impartirlas a los […] Me acusaba, injustamente, de que con mi actitud pedagógica, ayudaba a los burgueses a saber más, con ello los alejaba de la igualdad proclamada por Rousseau en el Contrato Social, y de la igualdad de oportunidades, lo que no entendía mi delegado era mi particular situación de privilegio, puesto desde donde yo metía las narices y la oreja en casas de ricos, donde me podía enterar de muchos asuntos domésticos y donde me adentraba en el sentir de la alta sociedad. Además las clases particulares que impartía eran necesarias para mi subsistencia, pues en la escuela Tecnológica ganaba muy poco.

El Tintas, hombre prudente, al que nada se le pasaba desapercibido, también me advirtió, mi paisana solo te va a traer problemas. No reparé de momento pero era evidente que se trataba de mi cortejo con Doña Clara, los dos eran colivencos. Por un momento pensé en que él había descubierto mi epistolario secreto, luego le pregunté si la conocía con más intimidad. Me respondió con cierta broma, en Onil la conocen por «La Romana», su padre tiene una pequeña fundición donde fabrica romanas, de joven abandonó la casa paterna y se vino a Alcoy, ella es una perdiguera, ya sabes, una perra de caza, no le importa nadie más que ella y sus intereses, en cuanto se casó con el Arquitecte compró la pastelería-cafetería. En aquel tiempo no seguí su consejo, pero ahora entiendo que debí hacerlo.

Cuando estudiaba Magisterio en Valencia mi padre me mandaba poco dinero, para compensar la diferencia intente escribir folletines por entregas copiando a mi admirado José Zorrilla, luego me pasé a los artículos de prensa con la furia de Larra o Alonso Cano, por supuesto, carecía del talento narrativo de estos ingenieros de la prosa y del verso. En «Las Provincias» me pagaban muy poco, escribir está mal vista en España, además la autoedición parece como si el genio se paga su genialidad, el futuro escritor debe ser descubierto por un crítico influyente, ¿,cómo se van a descubrir los genios, si no publican? Al que empieza hay que hundirle, pues si sale a flote ya tenemos a un nuevo competidor. También escribía sonetos y poesía lírica que se considera oficio de niños de papá, obras que no vieron la luz, no por falta de ganas, sí por falta de algunos reales. En el fondo mi ilusión hubiera sido ser un novelista famoso, pero no cuajó, todo se quedó en eso, en intentos fallidos, no obstante yo seguí con mis estudios de Magisterio en Valencia como única salida para lo que se llama un hombre de provecho.

Al escribir los artículos de opinión política con todo el odio de mi alma, fue cuando tuve cierto éxito, y el editor del periódico me dijo que adelante, sobre todo con aquel artículos que titulé «¡Basta ya de caciques!», pero le ocasionó una multa del Gobernador Civil de Valencia, y no ya no publiqué con tanta furia, pero éste tono me valió para que alguien se fijara en mí, me vino a buscar Manuel Pino, alias el Tintas, miembro de la Internacional de Trabajadores, me propuso que le escribiera artículos de esa factura, que tanto gustaban a los obreros, y que él editaría clandestinamente. ¿Recordarás que él fue quien nos presentó a los dos en Valencia cuando estudiabas Derecho?. El Tintas y yo asistimos al Congreso de Córdoba donde se nos propusieron instaurar un Comité Federal de la AIT en Alcoy y comarca.

El Casino Mercantil de la Plaza de Mayor, cumplía perfectamente su función de aislarse del mundo obrero, oídos sordos a los problemas laborales que cada día surgían en la calle cargadas de gritos sin que ninguna de la reivindicaciones fueran oídas ni atendidas. La planta baja disponía de una barrera acristalada con cortinas que les separaba de la vista de calle donde, al sentarse, los socios, en los amplios sillones de cuero, parecían que se lucían en un escaparate.

En un salón se podía ver una vitrina cerrada con anaqueles libros que hacía las veces de biblioteca (donde yo acudía para alquilar libros de poesía gracias al favor del señor Cifuentes), si te se ocurría pedir un libro político, el conserje te lo entregaba con ira de quien ejerce el poder de la censura. Allí acudía un joven intelectual Pepe Llorens, hijo de un afamado poeta alcoyano, eran de esos soñadores en creer que la maldad del hombre es inversamente proporcional a la cultura, me dijo que estaba tentado en abrir una librería en Alcoy, estaba buscando un local adecuado en calle Mercado, le dije acabarás por cerrarla, quién te va a comprar un libro, será un fracaso. A pesar de negar lo evidente me respondió asomando los ojos por encima de la montura de las gafas cuando uno tiene fe en un proyecto siempre sale adelante, y si todo fracasa siempre te quedará tu orgullo.

En el primer piso del Casino jugaban al ajedrez, al tute y al monte un grupo de eternos ganadores, porque nadie que juega dice que pierde, era el salón de los juegos, se veía a la gente más increíbles, donde se podía oír discusiones baladíes.

La costumbre del Casino Industrial y Mercantil era la de no cobrar directamente a los clientes, sino apuntar la consumición al «Debe» y lo iba pagando mensualmente. Cómo se le iba a ocurrir al camarero cobrarle un café a Don Eulalio, el cura párroco, hubiese sido pasado por las armas de su anillo, al que había que besar constantemente al saludarle, era un beso en su desproporcionado sello episcopal de oro maciza. No jugaba a las cartas con los socios pero fumaba en un rincón del Casino. Una vez un camarero aprendiz que le quiso cobrar recibió dos yemas en cada cara, sumaban cuatro tortas, sin mala intención, un accidente por supuesto, sin querer, el anillazo en el hocico que le hizo sangre. «Hereje besa el símbolo de la Santísima Iglesia, besa otra vez hasta que Dios te perdone». Después despidieron al camarero como era de esperar, con humillación, delante de los emás camareros para que sirviera de escarmiento, en aquel Casino Mercantil católico donde los sillones eran de cuero masticado por niños esquimales.

Algunas tardes, con motivo de acudir al Casino a entregar o recoger libros, aprovechaba para arrimar la oreja en las conversaciones de los socios, no intervenía, a menos que me invitasen, sobre todo en aquellas tertulias de brahmanes, en las que se hablaban en valenciano, pero que yo les entendía perfectamente, a Don Fermín Cuesta y Don Vicente Lafuente y a Don Julián Cifuentes que, algunas veces, me invitaba a tomarme un café exprés a su cuenta.

-El pueblo solo hay que darle lo que se gane -comentaba Don Julián, cacique y dueño de la textil Inmolata S.L., mientras se fumaba un veguero, al que parecía colgado más que sostenerlo con los dedos limpios y la uñas bien cortadas-, son unos vagas, no quieren trabajar, esa si mucho sueldo y poco rendimiento.

-Tiene usted razón, Don Julián, eso tiene que ser así siempre -aseguraba Don Fermín Cuesta, dueño de tapicería La Encina, y hombre de agarrado bigote hasta las orejas-, todos los males de España se deben a no tener una mano dura, ahí tenéis a Don Estanislao, un hombre blando, partidario de soluciones pacifistas y que creía, ingenuamente como un cura, en la innata bondad del ser humano, ¡qué risa! Un tremendo error, ¿no la cree?, y por esa se tuvo que marchar, cuando se dio cuenta que paños calientes no valen en este país, hay que dar leña. Los obreros unos vagos, son gastosos y en cuanto les das un real de más te piden otro, si les quitas una hora te piden dos. Hay que dar cuando la cosa se vea muy mal.

-Así no vamos a ningún parte -dijo don Fermín- Yo digo lo que Don Julián que solo hay que dar pan cuando la cosa se vea muy complicada.

-¿Y usted cree, que los curas son todos santos? -preguntó Don Vicente, cambiando la conversación.

-…me deja mudo -añadió Don Fermín- poniendo las manos en banderas de ofrecer explicaciones.

-El cura está convencido de que la gente no colabora con la Iglesia lo suficiente y se le van a ver los techos, y ha dicho que no va nadie a cielo si no se arregla antes el trampolín de la iglesia de San Jorge.

-Dejaron este dilema saldado, y entraron en otros temas,                                  repetidísimos de

siempre.

-Con el Rex Fernandus VII y la Sálica [Isabel II], esta situación de inseguridad -entró en conversaciones Don Vicente Lafuente- que padecemos de huelgas y manifestaciones, contrarias al progreso industrial y al avance del país, no hubiesen ocurrido. Yo he traído la última maquinaria inglesa para caldar e hilar, ayudar de esa forma a los obreros a poner en el mercado productos más baratos, y ¿cómo se me paga?, convocando y haciendo huelgas salvajes. No creo que las máquinas quiten trabajo, creo que lo dan, Alcoy ha ido aumentando su población, ahora hay más de diez mil obreros foráneos trabajando, en esta tierra de milagro.

-¿Y usted no cree, que los curas deberían alabar un poco a los empresario en el sermón de los domingos -preguntaba don Fermín.

-Hombres, podría hablarse con él.

La conversación sobre una cuantiosa limosna a D. Eulalio quedó en el aire, y siguió por otros rumbos.

-Tienes razón Vicentito -dijo D. Julián cariñosamente- ¿qué hay aquí?, solo hombres y manufacturas. No tenemos materias primas, todo ella se ha de traer de fuera a Alcoy y por que los alcoyanos son emprendedores desde siempre. Tenemos las peores comunicaciones del país, un clima frío, lejos de los puertos marítimos. Cerros por todos lados, una ciudad dividida por el Guadalserpi y sus afluentes. Ya sé que el es agua la que mueve las máquinas o ¿acaso no hay lugares más hidráulicos?. Nuestra necesidad no es la energía sino una buena política.

Esta conversación era la eterna, la manía de siempre, se empezaba por hablar de política local, por un suceso sin importancia y se acababa en diálogos inútiles, espinosas o fuertes y sin solución.

Cuando salía del Casino me cogía de paso la pastelería-cafetería Serpis, al pasar por su moderno escaparate miraba a través de los cristales, paraba, pensaba en la arenga de el Tintas y pasaba de largo, luego, a unos paso, retrocedía otra vez como atraído por una mano invisible que me cogiera del brazo, y lleno culpabilidad entraba al palacio de mis fantasías eróticas, al edén donde más a gusto me encontraba, más que ningún otro paraíso, no era más que una irresistible artimaña para ver a Doña Clara. Casi siempre me sentaba cerca de la caja registradora, lo más próxima a ella, el joven camarero me miraba con cara de cómplice mientras me servía una horchata en la mesa. De nuevo perdía mi condición de asalariado revolucionario para convertirme hombre de corazón burgués enamorado, con una pasión inconmensurable, entraba en el vacío del aire perfumado a agua de rosas, tal vez, flores traídas de un lugar oriental donde las rosas deberían de ser grandes como girasoles, porque su perfume se percibía a distancia, posiblemente confundido con el olor natural de un cuerpo tremendamente femenino imposible exhalara sudores con hedores terrenales.

Allí, sentada frente a la caja registradora, aparecía siempre Doña Clara con una cofia de encaje blanco sobre el pelo rubio siena como orla santoral, sus zafios ojos me intimidaban hasta la pérdida del conocimiento, una exótica musa despistada del Olimpo mítico acudía a la hora exacta, dulcinea infrecuente, gloria terrenal, los brazos siempre ocultos por unas mangas para servir deberían de ser redondos y blancos con vellos rubitos y locuelos, pensaba, lo que más le afeaba era su inevitable estado civil de casada con un cuaternario. Una de los secretas mejor guardados de Alcoy, era la forma en que se sujetaba el pecho, siempre derecho, su cintura de imposible perímetro del corselillo ahogaba los pulmones. Casi siempre me sonreía al cobrarme la horchata bajo la luz se le veía el haz de arruguitas discretas junto a los párpados y unas pecas simétricas en la graciosa nariz. Toda la aureola de belleza lo perdía por haberse casado con don Sandalio Miranda el Arquitecte que celebraba su sexagésimo aniversario, y, es que, aquella hembra no podía tener bastante con un pedazo de carne cuaternaria. Doña Clara era una mujer discreta, amable, simpática, emprendedora, dicharachero, yo le daba bromas y en la forma de yo mirarla, ella adivinaba mis pensamientos y me hacia sufrir más que a los monárquicos, porque ellos siempre fueron unos soñadores de lo imposible.

-Me gustaría acompañarla a su casa cuando cierre la pastelería.

-No es necesario, recuerde que siempre viene mi marido.

 

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