Segunda parte de la novela de D. Ramón Fernández Palmeral «El jinete Alcoyano», sobre la revolución del petroleo de Alcoy.
A MEDIADOS DE MARZO DE 1872
LOS DOMINGO ALCOYANOS (esos días prepotentes y bien peinados, afeitados, perfumados y casi afeminados, días con corbatas bermejas en los almanaques y, además, provocadores de la envidia de los demás días de esa misma semana, porque se le supone que no trabajan y viven del cuento, festivos por decreto de la Iglesia -asamblea de cristianos- pero que no se cumple por el patrón,) me despertaba temprano y me quedaba en el soñadero o cama al rescoldo de mi propio cuerpo desollándome entre las sábanas mi piel de serpientes, dormía poco, repasaba exámenes y ponía notas en rojo como un traidor a los alumnos o cafres de mi asignatura de Matemáticas, suspensos que no me perturban el ánimo, placer, sobre todo al justificarlos ante las entrevistas con los padres de los alumnos.
Es que, es demencial, increíblemente demencial que algunos padres argumentan reconozco la vagancia de mis hijos como un mal de la juventud, pero alabo su despejado cerebro como algo heredado de familia.. Otros más mano dura por el profesorado y no les importaba que usemos la palmatoria, u otros, medios disciplinantes. Creen que la inteligencia es hereditaria como el apellido o el dinero, comprendían que sus hijos eran unos berzas perezosos, pero compensabas tal pecado capital o más bien social con lo de la listeza congénita igual que el que tiene una mina secreta y por explotar. Al llamar vago y torpe y cabeza de chorlito a un alumno, los padres, se creen que ofendes a la familia entera.
Todo profesor debe poseer un instinto asesino, y si carece de él, al menos crearse un escudo protector para librarse del entorno agresivo. No era mi caso, disfrutaba poniendo un cero. En cambio, tengo compañeros que entristecen y se acobardar (depresiones), al verse incapaces de dominar su aula. Sueñan que los alumnos se le insubordinan. Me explico sobre el instinto asesino: psicópatas son aquellas personas que no se sienten culpable de lo que hacen y no tienen sentido claro de la justicia y carecen de sentimientos y de afectividad, pero no por ello han de ser asesinos, el lado psicópata del profesor es un asesino en potencia, pues de lo contrario acabará asesinado por los propios alumnos.
Mi alumnos eran de familias acomodadas, conmigo, habían caído en buenas manos. Mis alumnos eran vivos igual que conejos encerrados en una cúbica jaula, sobre todo para asuntos que no fueran las matemáticos, siempre imploran lástima, me estaban llorando y no sabe uno en realidad cuando te dicen la verdad o la mentira, su fin supremo es el mínimo esfuerzo, trabajar para ganar dinero, emular a sus padres y no dar golpe. Y es que, he de reconocer, que cada día llegan a las aulas alumnos peor preparados en la base y más cara duras: cero al cociente. Cuando me detuvieron todos se alegraron. Lo lamentable del estudio, es que no hay hijos de obreros, no se pueden permitir el dejar que sus hijos estudien. El analfabetismo en España, es una epidemia contagiosa, inagotable sequedad que nos llevará a la ruina.
Las clases no me dejaban mucho tiempos para las lecturas esenciales del socialismo teórico de Rousseau, o del socialismo revolucionario de Bakunin, que por cierto, fue expulsado el año pasado de la Internacional en Londres. Leer le Manifiesto de Marx y Engels, o El Capital me permitían sacar notas para mis artículos. A pesar de mis muchas lecturas, era con Bakunin con quien más me identificaba cuando habla de la emancipación de la sociedad con la abolición del Estado y de la Iglesia, todo por la creación de un mundo universalmente humano. Dormía muy poco, a causa de mis múltiples reuniones nocturnas y secretas, celebradas, unas veces, en el refugio del molino de don Fecundo Vitoria en Cocentaina, donde más tiempo pasábamos pues era allí donde teníamos la imprenta, otras en la habitación de la pensión calle Cordeta de Alcoy e incluso en una cabaña de Les Peñes Raiges. En ocasiones los debates se alargaban tanto que se prolongaban hasta la madrugada, aunque algunas veces aquellas discusiones políticas acabaran en un mus o en tute a cuatro bandas. Cuando viajábamos a Ibi y Onil para contactar con los obreros textiles de aquellas villas, procurábamos hacerlos en ocasión de las Fiestas de Moros y Cristianos, de esta forma nuestra presencia pasaba más desapercibida.
Mi ocio fue siempre resolver problemas matemáticos, escribir una imaginario epistolario a Doña Clara, o alguna notas como medio de evadirme de la presión a que estaba sometido por los malos resultados en las consignas anarquistas. Escribía en una libreta de notas:
«Alcoy es una ciudad de manos abiertas, a pesar de ello lo mismo te araña la cara que te besa en el mismo arañazo o te lame la santa sangre para no dejar huella de su zarpazo. Cuando la luna mora pasa por la sierra de Mariola se viste con sus mejores sedas, por el firmamento se pasea toda la noche tricotando estrellas, loca corre por la sierra de la Font Roja y la Foia de Castalla, buscando un cobijo para quedarse. La luna es esa dama que pasa desapercibida por las nocturnas calles, sin apenas mirar a tras…»
Los domingos, sobre las diez de la mañana me levantaba de la cama, más tarde me permitía pasar por la pastelería-cafetería Serpis en la Plaza Mayor para desayunar una coca alicantina con un café doble con leche y leer el «Mercantil Valenciano», el establecimiento lo regentaba doña Clara Rozalén, una mujer que debía acariciar los cuarenta, natural del pueblo textil de Onil del que siempre hablaba como devota de la Virgen de la Salud, de la cual tenía un retrato al óleo en la pastelería, poseedora de un dominio en el arte de la seducción a los clientes, una simpatía natural que le hacía parecer más joven de lo que en realidad era, de ojos transparentes y grandes como dos yemas azules en los que la luz se desmayaba, volátiles hacia el número infinito, boca bailarina de sonrisas, cariñosa y sensual, que al reír se le arrugaba los carrillos sobre la boca hasta las aletas de la nariz. A través de ella pude comprobar que los colivencos son gente muy arraigada a su villa, emprendedores y sobre todo abiertos a los forasteros. No es que me pasara por la pastelería-cafetería solamente para desayunar al olor del azúcar quemada y el horno caliente, sino para impregnarme de doña Clara, soñaba con ella apasionadamente y, para qué negarlo, estaba extrañamente «enchulado» con ella, si se puede expresar de una forma llana, encariñado, sería la palabra más exacta. Lo más lamentable y trágico de mi enamoramiento, ocurrió con su consorte y querido esposo don Sandalio Miranda elArquitecte, un viejo alcoyano que había amasado una fortuna en la construcción de almacenes. No tenían hijos, quizá por los muchos años de diferencia, una carga mal estibada que siempre posee el peligro inminente de un corrimiento, no de la carga matrimonial que con ella debía ser todo un ejemplo donde se podría poner en práctica la verdadera felicidad conyugal. Las lenguas de víboras de la sociedad medio burguesa de aquel pueblo de la sierra de Mariola se cebaban como moscas sobre una herida llena de pus en aquel matrimonio, a ella le achacaban ser «demasiado amiga» del Alcalde don Agustín, y ale un cornudo.
Sobre la vida privada de Doña Clara todo eran habladurías en la vetusta Alcoy, era causa de mofa y chismorreo, envidias cochinas por no poder ser, sin duda alguna, tan hermosa como ella o suplentes de su futuro esposo y, todo, porque se relacionaba con la alta sociedad alcoyana, gracias a la relaciones de su rico esposo, masón y bien respetado. En ocasiones, cuando las mofas se referían en torpes y groseras especulaciones sobre el que su anciano esposo (veinticinco años de diferencia) no debía servirla en el acto del matrimonio, yo no me podía reprimir y entraba en franca lucha verbal, pues mi madre siempre me enseñó a no callar cuando se tenía algo que decir aunque costara un disgusto. Yo era y sigo siendo un convencido anarquista pero ello no quitaba que en público me comportara como un caballero, no ahora, que soy un canario en jaula llenas de tristeza, sino que siempre defendí a los débiles y luché contra la injusticia y el abuso.
Pienso profundamente, que cualquiera de sus admiradores clientes y yo mismo, he de confesarlo, nos considerábamos más capaces de dar cumplida respuesta a la necesidades amorosas que, su amarillo esposo (seguro que padecía hepatitis) le pudiera satisfacer en la cuestión de los deberes maritales. Y es que las sospechas de una posible infidelidad de doña Clara, no eran para menos. Quizás uno de los síntomas más evidente de su expresión corporal, podía ser la de su vitalidad y la de tener siempre las manos muy calientes al devolverte el cambio, en ese acto te parecía recibir en la mano las ascuas de un carbón encendido que, a pesar de parecer por fuera frío, conserva por dentro todo un volcán. Además de su envidiable belleza cual una diosa del Olimpo, parecía ser la esposa ideal que todos codiciaríamos, o mejor debería decir desear más que admirar (admirar es mirar sin alcanzar) que con ese deseo de las cosas inalcanzables, supremas, todopoderosas. Yo no le encontraba fallos, incluso era buena conversadora, entendedora de política, cualidad ausente entre las mujeres de la sociedad alcoyana que huían de su propia ignorancia para no parecer tan torpes.
Con todo, ella, conocedora del poder incontrolado y perturbador de su belleza, no ya abrasivo, sino persuasivo hasta conseguir el más baladí de sus caprichos, de su exacta seguridad, por sus ojos azules oceánicos (mar condensado) le gustaba sentirse rodeada de hombres como si las demás mujeres le estorbaran, no tenía amigas, adorada como un fetiche de la suerte, devorada secretamente por las miradas de los varones que acudían a su local como una obligada parada de caníbales de la mejor escuela de imbéciles, calcando en ellas únicamente lo que podían robarle: una mirada.
Aquella pastelería-cafetería, centro de mi mundo sentimental, se situaba en lo que podíamos llamar el centro de Alcoy, junto a la catedral, disponía de unas amplias aceras para poner mesas en verano, calle céntrica en la que se habían establecido una sastrería militar a la medida y una tienda de ultramarinos. Tenía dos camareros delgados como lanzas. La fachada se había modernizado al colocado un atractivo escaparate con cristales grabados, escalón de mármol granate alicantino, desde la acera se podía ver a los clientes sentada dentro como decoración viviente. En su interior se abría el espacio elegante de un patio cerrado como un foro romano, suelos de mármol rojo Alicante que daba pena pisar al semejar esas lápidas sepulcrales existentes en las catedrales que dan respeto, altas vidrieras decorada por Rius, columnas o segmentos de vectores de espigados cuerpos en hierros pintadas de rojo terminados con hojas de acanto, soportando vigas de un alto techo con arcos de crucero, mesas con estructura de hierro y reposadas de mármol blanco, espejos con grabados de Lorenzo Casona y Antonio Gisbert que anunciaban el Geregumil y otros productos de salud. Lugar acogedor por el agradable olor que salía del horno contiguo, y sobre todo, interesante por la gente que allí acampaba que, en realidad, era quienes lo hacían atractivo y, qué decir, de las tertulias que se formaban alrededor del fuego amigo de un veguero (una sola hoja) de la Habana, a ciertas horas de la tarde donde la conversación siempre versaba sobre los mismos temas: la desastrosa política de la República y doña Clara, llevadas por caballeros de distinto pelaje de alta sociedad, burgueses, adheridos como moscas al local como si fueran socios de un club cerrado, allí se hablaba de todo, pero con cuidado, cualquiera podía oír, no era como en el Casino que casi todos eran antiguos alumnos de una fallida monarquía.
Terminado el lento desayuno regresaba a la pensión y con gran placer aún sentía sobre mí ropas el recuerda del aroma del café recién molido y el perfume de doña Clara con una fragancia fresca inconfundible a agua de rosas más el secreto olor de su cuerpo, siempre el mismo perfume manando detrás de aquellas orejas que de finas parecían quebrarse, más el sonido del frufrú de sus ropas. En cuanto regresaba me aplicaba en el secreto regocijo de escribirle cartas anónimas de amor a doña Clara que jamás le envié, si era posible acostado en la cama y con las cortinas echadas para obtener más cuota de intimidad, bajo la trémula luz de una bujía, de vez en cuando descansaba para darle tiempo a que la inspiración apareciera en ese instante sublime cual una iluminación inesperada, y volvía a agachar la cabeza sobre el desierto de hojas de papel y a rellenar espacios vergonzosos de la memoria lujuriosa, poemas vibrantes de tristeza, solo míos, en mi alucinación de dudas veía caravanas de moras desnudas que bailaban la danza del vientre y en medio de esa irrealidad, aparecían oasis de borrones de tinta.
Un hombre es la suma de sus debilidades, y la mía, lo confisos ahora que nada importa ya, es la impotencia, y creo que se debe a una simple falta de confianza en mí mismo, una impotencia que me sumergía desde la infancia, de cuando le dieron una paliza por masturbarse en un parque público. Y es que al escribir esas cartas de amor oculto, en las que me desahogaba lujuriosamente con un sentimiento licuante, a veces pornográfico, según el ánimo, era la forma de entrar en comunión con las mujeres, me sentía plenamente satisfecho al rebajarme a ellas. Me había enamorado idílicamente de esa mujer de ojos zarzos a la que no podía separarla de mi pensamiento, a pesar que me llevaba veinte años y estaba casada. Su silueta revoloteado en mi cerebro, el olor de su cuerpo, el recuerdo del sonido de su voz, sus palabras simpáticas, conseguían provocarme en los genitales un placer infinito.
Alma mía:
No puedo con tanto amor, menos mal que mi corazón es grande como un número infinito. Estoy triste, y poco a poco me muero hacia dentro, cínicamente por pasar por la cafetería para verla. Si no fuera usted esposa de un respetado alcoyano, ya sería para usted alfombra voladora, alfombra de camello a sus pies, y le pondría la calle llena canales de agua como en la Alhambra de Granada la sultana, y almohadones por todas las esquinas. Estoy enfermo por usted, padezca de amor, ya no veo a nadie en las calles que no sea usted, la ciudad está solitaria sí no estás tú.
Mi Clara, Clara mía. Permítame que la tutee, el usted me da miedo. Me intimida tu belleza, y es que no me atrevo a mirarte con ese descaro de algunos como Don Fermín que se la bebe cada tarde junto a la horchata. Yo meriendo horchatas, como horchatas sólo por verla, fúguese conmigo y le demostraré que no le defraudaré. Es el celo de sus labios, los guardias de tus pechos, la canea de tus ligas, la media de tus entrepiernas. Soy tu esclavo fiel, tu perrito de compañía. Té llenaría la boca de besos, esos labios que no son dos almohadas de caricias…
Aquel secreto epistolar de amor que escribía con tanta libertad eran afrodisíacos y, añadiría que, sin duda, vergonzosos por el vicio de la inútil manipulación del órgano a la hora de escribirlas con delirio, con un amor que se hacía carnal a través de la literatura, en el calor de la cama surgía la imagen de Doña Clara, su olor, las licencias que me permita y la fuerza de una realidad imposible eran suficiente para gozar en la imaginación al capricho de mis deseos irrefrenables. Me reconozco como un enfermo por la falta de virilidad. Al redactarlas sentía un placer en el máximo grado de intensidad, morbosa y definitivo. Temía que aquellos momentos de vida privada e interior me fueran robados o me descubrieran alguna vez el epistolario por indiscretos amigos que son a veces enemigos potenciales porque saben de ti más que cualquier otro. Como no hay secreto si los saben dos, yo no contaba nada a nadie de mi secreto amor. Fui incapaz de enviarle a Doña Clara una carta anónima o de hablarle con sinceridad de mis perturbadores sentimientos, era una mujer casada, digna de respeto, pero no por ello dejaba de hacerme sufrir con aquellos gestos, con sus labios provocativos del beso y su mirada en duelo de silencio, una derivada por resolver.
Mis asistencias a la pastelería, se debían, además de la locura de mi corazón enfermo de amor platónico por ella, a que los domingos por la mañana se convertía aquel lugar, bajo la luz de la claraboya, en oasis de obligadas tertulias donde se hablaba de política y de chismorreos de sociedad (ecos de suciedad), se leía el periódico y se podía escuchar opiniones que podían interesar a mis actividades extra docentes y anarquistas.
Lo más de memorable que me sucedió, que compensaría esta muerte que me espera, fue día cuando Doña Clara, más cariñosa que de costumbre, empezó a fijarse en mí, a mirarme de distinta con secreta intención, a comprender mi oculta ansiedad amorosa como si fuera arrastrada por un impuso olfativo que yo desprendía o de quien desprende por sus poros irresistible locura de amor, (como ese perro trufero que sabe que existe comida a diez centímetros de la superficie, en el subsuelo avaricioso), leyó mis pensamientos de deseo o intuyó que yo era alguien importante. Cambió su actitud hacía mi con imperceptibles insinuaciones de ojos ejecutores de las más variopintas y extrañas demostraciones, algunas veces, las mías, parecían cómicas como el macho de la avutarda detrás de la hembra en un campo manchego, corriendo detrás de ella más con la imaginación, ilusiones del pensamiento, que una apuesta formal y seria, que yo creí que era a causa de considerarme diferente a los demás clientes, atento, educado, elegantemente metido siempre en traje de sastre que hacía lucir mi figura tocada por un irresistible signo de seducción. Un día de verana entré en la trastienda, allí estaba ella, tuvimos un encuentro muy personal donde hubo insinuaciones de miradas de aceptación mutua en la posibilidad del compromiso cercano con palabras nerviosas de cierta intimidad, con la esperanzas de que en el futuro, si me portaba bien, que es una forma de que si respondía a cada silbido o capricho, de forma igual que el niño que acude al estímulo de un caramelo para doblegarle a la obediencia, ella me aceptaría en su círculo cerrado y prieto de amigos importantes, yo diría que más que cerrado estrecho y secreto, pues en aquella mujer existía algo a lo que uno no era capaz de renunciar, y que de cuando en cuando uno decía sí cuando en realidad quería decir no, pero no era capaz de volver a rectificar por ese sentimiento de la carroñera timidez de no agradar o de ser rechazado, pues una cara que se pone seria no la aguanta nadie. En la trastienda la apreté por al cintura, le di un beso, ella se quiso deshacer de mí pero no gritó, luego me puso su dedo índice caliente en mis labios como si quisiera sellarlos, le pedí un beso, ella me lo regaló, la solté, he de confesar que en aquel momento yo no presagié que ella lo hacía por intereses ocultos, en aquel instante de agitación en que todo el cuerpo flotaba, no me di cuenta del señuelo que había dejado en mi corazón. Si padecía leves síntomas de insomnios, a partir de aquel momento se convertiría en crónico.
Recién llegado a Alcoy y llevado por las directrices de la Asamblea de Córdoba, que seguía las directrices de la Primera Internacional socialista de 1864, empecé la labor clandestina de pegar carteles marxistas, pastiches que me habían dado en Córdoba. Con el mensaje eterno de la Revolución Francesa en la que el hombre necesitaba ser absolutamente igual y libre, haciendo ver los abusos que se cometían en las jornadas laborales y la miseria de los barrios obreros, desahogando todo mi odio hacia el abuso de la burguesía y las oligarquía, dejándome seducir por la teoría de mis maestros en las bases de la igualdad, solidaridad y la fraternité, pero ¿quien leía en Alcoy y comarca?, si todos eran analfabetos. Más tarde, por motivos que le explicaré, todo se complicó, y pasamos a la acción directa.
Mi primer contacto en Alcoy fue con el impresos Manuel del Pino, alias el Tinta, natural de Onil, al que ya conocía, quien me introdujo en el mundo obrero de la zona, y me consiguió contactos que sin su apoyo no hubiese sido posible. Hombre sereno y valiente, de firmes ideales marxistas y dispuesto en su voluntad y ánimo a hacer lo que se le mandaba, primero tuvo una quincalla cerca del palacio del marqués de Dos Aguas en Onil, que dejó a su hermana para marchar a buscar la esquiva fortuna a Alcoy. Ese local colivenco nos valió algunas veces como lugar de reunión para celebrar asambleas con los obreros textiles de Ibi, Onil y Castalla.
Por un largo año me oculté bajo una doble personalidad, un hombre de doble vida: una como ayudante-profesor de matemáticas enamorado de Doña Clara, y otra como activista anarquista más que solicalista con mis compañeros convertidos en cómplices de un asalto al poder social, cuadrilla que nos encargaríamos de culminar la revolución obrera que necesariamente necesitaba el Cantón de Alcoy y su comarca. Por un lado había conseguido el primer objetivo: formar el Comité Federal de la Internacional con unos cuantos obreros, que se habían señalado como líderes en las fábricas. Me quedaba mucho por hacer, la de crear la fuerza necesaria y defensora de la dictadura del proletariado (problemas de la velocidad en la física como un concepto de derivadas políticas), faltaba pero se conseguiría.
Mi delegado primero en el Comité Federal, constituido según el estatuto de la Internacional y dependientes de Francia, fue Francisco Tomas Fombuena alias el Tebas, un joven de unos veinticuatro años, desvío en el tabique nasal que le daba un aspecto de boxeador, convencidos de la revolución social, dogmático, inflexible, originario de una familia politizada en la que, según aseguraba […], trabajaba como oficial de primera en la textil: «Herederos de la Lafuente S.L.», verdadero laboratorio para nuestros movimientos de obreros.
El tercero de mis delegados, era José Fombuena, alias el Manco, hermano de el Tebas, había perdido la mano izquierda desde que tuvo un accidente laboral con una sierra y no le había quedado pensión de inutilidad para vivir y además tenía mujer y dos hijos pequeños, y es que como el Manco no trabajaba desde que perdió el brazo, no hacía más que mendigarle a su hermano, rondar y pasear, fisgar y criticar, con esta forma de pasar los días se convertía en el mejor de los espías laborales.
Otro colaborador era don Facundo Vitoria, resentido medio burgués, hombre de gruesa constitución física, de oficio molinero, no tenía opinión propia y todo le parecía bien con tal de salvarse de la ruina, cuando abría la boca se refería siempre a los sanguijuelas de los bancos y a la oligarquía de Alcoy, a los latifundios feudales ahí está el verdadero enemigo, quien maneja el capital a su antojo pisoteando a los que dan un mal paso, repetía siempre en nuestras reuniones, y es que el molino y una gran casona nos servía como refugio y para ocultar una pequeña imprenta clandestina.
Yo me mantenía en la idea de que el único criterio válido para juzgar la verdad de una teoría se ha de fundamentar en sus efectos prácticos, y para llegar a una revolución obrera faltaba mucho todavía, supuesto que primero había que organizarse, y para organizarse había que tener recursos y unidad, las grandes soluciones son la suma de pequeñas reformas. La idea de un Cantón libre de Alcoy y la comarca de la Foia, no dependiente de Valencia, como el de Cartagena, era lo ideal como plataforma para conseguir ser poderosos y progresista, no como una conquista del territorio sino de una administración que proclamara la igualdad de oportunidades, repartiera la riqueza, acabar con la propiedad privada, la herencia, y podríamos ser autónomos, autosuficientes, a pesar de ello, los obreros no estaba preparado todavía para el espíritu asociativo, la solidario, la huelga organizada, les faltaba mucho por emanciparse, eran y sigue siendo sumiso al amo, condición para liberarse del compromiso temeroso. Por eso dije que no estábamos todavía preparados para actuar, que faltaba tiempo, ir mentalizándoles poco a poco, cambiarle las ideas arcaicas cuenta mucho. Había que empezar por la solidaridad y el asociacionismo, luego llegaría el sentimiento de país, lengua vernácula, diferencias propias, agresiones exteriores, injusticias, administración centraliza, pero no entendían estas ideas y a corto plazo no se podían tomar las armas y tomar el poder. Estuve en contra de la violencia que proclamaban los hermanos Tebas y el Manco, y de los falsos triunfalismos. En nuestras reuniones secretas llegamos al convencimiento que la revolución era una necesidad histórica, y si no lo era, había que hacerla, había que liberar al hombre de toda clase de alienaciones, gettos sociales de clases, no ya elevar el nivel de vida y sacarlos de la explotación sino el de su cultura, principios morales: el hombre se tiene que hacer responsable de sí mismo, y siempre terminaba con la misma frase: el marxismo es racional y libre de sentimentalismos. Yo era más radical abogaba por acabar con el Estado-Patrón que lo administra todo para conseguir liberar al obrero de todo tipo de presiones, burocracias, ventanillas, colas de pan, usuras que […] Nada era necesario si el obrero tuviera el verdadero poder del pueblo o al menos la idea del Cantón Valenciano, como reagrupación del capital que diera viviendas y medicinas gratis, educación igualmente gratuita como única posibilidad de elevar el potencial cívico y social de un pueblo, solo los pueblos cultos pueden avanzar y tener porvenir en el contexto de naciones. Sin duda habíamos pasado del socialismo al anarquismo.
Lo malo del Tebas era su pronto, impetuosos al que no se le podía dar mucho terreno de margen en las decisiones, tenía ideas fijas y estaba lleno de odio, poseía grandes ambiciones de esas que llaman napoleónica o de Imperio, movía muy bien a los obreros de su fábrica desde su privilegiado trabajo como oficial de primera y no podía prescindir de él. La fábrica se especializó en la manufactura de mantas servía al Ejército Español, la regentada por Don Vicente Lafuente, hijo del difunto empresario Don Roberto Lafuente, centro de vital importancia para su control. Don Vicente era soltero y burgués de vicios todos y además […], le gustaba gozar con su apariencia de conquistador femenino, prepotente, déspota y cruel con los obreros, conservador, pero de ideas progresistas en asuntos de meter maquinaria en su fábrica, y no el de favorecer a los obreros, hablaba inglés y había viajado varias veces a Gran Bretaña..
El Tebas y yo discutíamos siempre, él no se bajaba de la burra, abajo con las armas del Estado, Iglesia, los masones y los ricos. Pero yo no oí o no quise entender aquellos primeros aviso de el Tebas sobre comprar pistolas y explosivos, para él suponía entrar en una nueva etapa, pasar de la teoría a la lucha violenta como único medio de llamar la atención de los gobiernos, la subversión como única posibilidad de torcer la voluntad terca del amo, quería decir, en definitiva que habíamos entrado en otra fase: la movilización general. Yo discutía, no es así como la Internacional entiende las cosas, la huelga general y la asociación es la mayor arma que tiene el obrero, intentaba hacerle comprender esta premisa, sin embargo, él no entendía cómo los obreros podían dejar de trabajar, los despedirían a todos, o los molerían a palos el matones de los patronos. Con largas conversaciones le pude frenar, un tiempo leve, pero solo un paréntesis corto.
Reconozco que mis habilidades oratorias, mi verdadero poder se encuentra en la teoría del discurso más que en la acción, en la pluma y las matemáticas más que en las armas, es decir, en el diálogo tenso o le juego de la palabra escrita, en el ajedrez combinado de las ideas, capaz de convertir una frase ligera en la fuerza aceleratriz de masas o cociente de incremento, una frase en un hecho posible de realizar, un hecho ilegal en algo legal y a la vez merecido; pero nada más, un teórico convencido marxista y anarquista, nombrado secretario general del Consejo Federal, por mi verbo a pesar de mi juventud, veintisiete años, aunque aparento treinta por mi barba cerrada y poco pelo que disimulo gracias a mi gorro de lana.
El don de un líder es aquel en el que se da cuenta de que la gente le admira por su capacidad de convencer a los indecisos, o cuando consigue hacer algo muy difícil para sus seguidores y, en cambio, muy fácil para él.
El mal humor y constantes cabreros (contra todo lo que suponía poder y herderos) de el Tebas no se podía entender sin la turbulenta relación con su patrón Don Vicente Lafuente, existía enemistad manifiesta, no ya por sus diferencias sociales y laborales, sino personales, por la rivalidad en la conquista de María Avos, joven sobrina de Don Facundo Victoria. Tenía el Tebas un fuerte opositor, puesto que con veinticinco años, Don Vicente se convirtió en uno de los herederos más pretendidos en Alcoy, se puso al frente de la empresa y de la patronal a causa de la desgraciada muerte de su padre por la caída de un caballo cuando cazaba el jabalí en una finca de próximo a la Peña del Águila, deporte cinegético al que era muy aficionado. Además, el joven Don Vicente era emprendedor y ambicioso, tenía proyectos de mecanizar su fábrica para fabricar telas color de cáñamo caki para el Ejército, y se rumoreaba que toda esa nueva inversión iba a salir de la reducción de plantilla y salarios, lo cual le convertía en una de más personas más odiadas por los obreros, y señalado como un demonio, uno de los objetivos a castigar. La verdadera fortuna de esta familia no la hizo el difunto padre, que fue un vividor y un […], sino el abuelo Don Joaquín, un emprendedor emigrante catalán de Mataró que construyó sobre 1838 una fábrica textil junto a una acequia de agua, con una concesión en exclusiva con el Ministerio de la Guerra para poder fabricar mantas, no sin antes ahondar y ensanchar los bolsillos al altos funcionarios […]; los contratos con el gobierno de la monarquía se conseguían si dabas una fuerte comisión a los intermediarios, que eran los que firmaban las adjudicaciones o, por el contrario, los ingenuos se quedabas mirando a las estrellas de San Juan. El abuelo, dicen los que le conocieron, era un caballero con agallas y de vista de lince para adivinar por donde rodaba un ochavo de plata. El joven Don Vicente había heredado esta vista comercial, pero tenía una debilidad, por donde se le podía atacar: la prostitución.
La rivalidad entre el Tebas y el joven Don Vicente, se agudizó cuando Don Vicente se presentó en casa de Don Facundo para pedir la mano de su sobrina María Avos, joven cándida de rostro blanco y aniñado, mirada baja y cierta timidez de poco años. Aunque ella se dejaría llevar por los consejos de su tío Don Facundo en el interés general de un buen matrimonio, y de alguna manera fue obligada a aceptar las visitas de Don Vicente Lafuente, sin duda, un partido mucho más apetecible que un oficial de primera, sin futuro. Pero, no por esta ventaja y afortunadas visitas los jueves por la tarde y los domingos a la misma hora, el frustrado pretendiente, el Tebas renunciaría al imposible amor de ella, con el suficiente disgusto de la familia de Don Facundo, que se encontraba en el dilema de rechazar a uno con la consecuente enemistad y admitir a otro con el consabido perjuicio. Sin duda el mejor partido para bella María Avos era el rico de los textiles, todo vitalidad, exuberante, abierta, dicharachero, de melena abundante y ondulante como los árabes, sus ojos altivos y sin complejos propios del que está respaldado y fortificado por un capital.
Para Don Facundo, como molinero en la ruina y con vistas a poder rehacer su negocio, además había suavizado su posicionamiento crítico, ya no le importaban ciertos ideales, había cambiado, ya no le importaba tanto que Don Vicente sustituyera todo la maquinaria hidráulica y antigua por otra inglesa de vapor con detrimento de la mano obrera, el novio de la niña ya no era tan demonio, aunque su actitud fuera un mal ejemplo para las demás empresas textiles, ideas con las que había que acabar por las buenas o por las malas. Incluso se habían contratado a mantenedores extranjeros de las máquinas inglesas de hilar, y que algunos extranjeros montaron talleres propios, como los Lafork, dos hermanos de Liverpool afincados en Alcoy. Acabar con las ideas de mecanización de Don Vicente y otros empresarios imitadores, que tanto trabajo estaban quitando, fue nuestra objetivo primordial. «Abajo las maquinas», fue el titulo de otro de mis panfletos clandestinos.
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