El jinete Alcoyano, 5

DIA 16 JUNIO 1873.

CON MOTIVO DEL cumpleaños del cuaternario y azafranado don Sandalio Miranda el Arquitecte, celebró un baile con aperitivos en su casa de la calle Jaime I de Alcoy, edificio de silenciosas piedras con portal de arco con dovelas y escudo nobiliario en el dintel que advertía que aquel alquimista procedía de una añeja familia alcoyana, cuyo árbol genealógico se perdería en los reinos de Aragón, pero nunca me interesó la heráldica ni la burguesía y menos la aristocracia. Yo, por ese tiempo, había ganado más que una simple amista con doña Clara y su marido, por eso me invitaron a acudir a su fiesta, quizá nunca debí aceptar tal invitación, sobre todo, por lo que ocurrió terminado el baile, de no haber ocurrido lo que sucedió no merecería la pena recordar esta aciaga fiesta de cumpleaños. Me pregunté varias veces, casi dudando de la realidad, del motivo último por el que don Sandalio me había invitado, sí, a mí, a un sencillo profesor de matemáticas que frecuentaba la pastelería o fue por ser admirador de su mujer o por otra razón oculta. Era evidente que yo no pertenecía a su anillo de amistades, no pasaba desapercibido, más bien era de esa clase de amigos a los que se esconde como parte secreta en un baúl, que usas cuando te conviene, el viejo amigo molesto de nuestras vidas pasadas o testigo de nuestras ridículas anécdotas o nuestras bromas pesadas, pero que sin duda, a la hora del compromiso te dan de lado con excusas que son tan evidentemente absurdas que le escupirías a la cara.

Los veranos en Alcoy son cortos como un teorema perfecto o una ecuación de niños tímidos, el aire lo mismo te ofrecen su amistad con mucho calor al media día o te mata a pellizcos de frío por la noche, pero nunca hace calor asfixiante, las sierras periféricas y su altitud geográfica no le permiten gozar de un clima como otros pueblos de la costa, y así, sin predecir más el tiempo me arreglé mi barba perilla para eliminar ciertos vellos en los pómulos y en el cuello, de los rizados, de los que giran sobre sí mismo y se clavan en la piel. Con las manos aún húmedas por el agua de colonia, me coloqué un traje blanco de algodón a la moda con palomita blanca en la camisa, la levita quedaba para gente ya mayor, me acompañé de un sombrero de paja panamá o «canotier» con tono marfil rodeado de una banda de seda negra a su alrededor, recién comprado en la sombrería de la Plaza de España, para ir cubierto.

El palacete del Arquitecte, antigua herencia familiar, discutía su situación exacta haciendo esquina, en su interior disponía de un salón en la planta baja decorado con retratos de familia, muebles de caoba, cortinajes de terciopelo y lámparas nuevas de gas. El Arquitecte no hacia demostraciones de riqueza pero se le reconocía fortuna, evidencia que atrajo a Doña Clara al matrimonio, en cambio era un elegante vejestorio, alto, delgado y montado ya en el jinete de los sesenta y cinco años. Los cumplía ese mismo día. A pesar del trasto de los años, Don Luís

Miranda parecía que el baile era el único movimiento que su cuerpo conocía, su gran afición a bailar vals de la última moda, aprendidos de cuando vivió en París, se disfrutaban en Alcoy, ciudad muy propensa a las últimas modas musicales, con banda municipal de las más nombradas, sobran músicos, cuidadas y merecedoras de ser oídas los domingos en la plaza del Ayuntamiento.

Con cierta admiración y envidia, vi en la fiesta a cerca de cincuenta personas, gente muy distinguida, de elevada clase social, entre ellos al Alcalde y esposa, Don Anastasio con esposa e hija, el señor Cifuentes y su hijo, y sorprendentemente a Don Vicente Lafuente con María Avos acompañada de carabina, que al verme me miró con cierto recelo al aventurar que se lo contaría al Tebas, varias damas y jóvenes candidatas en un carrillo mientras un grupo de muchachos elegantes las miraban como seleccionando de antemano a cual de ella elegirían para bailar en cuanto empezara la música de un conjunto de cuerda de la banda del Ayuntamiento, que aprovechaban la ocasión para ganarse algún real extra. Todavía era el momento de los canapés, ponche, y algunas vistosos dulces especialidad de la pastelería Serpi;, yemas con almendras y crema. Una reunión casi familiar de unas veintena de amigos.

Doña Clara resplandecía embutida en un traje de seda rosa con bordados floreados dejando libre los hombros ricos en emociones y joyas, cuello largo de gacela que sostenía una hermosa cabeza con moño adornado de algunas perlas y plumas, unos movimientos tan femeninos como un cisne (hembra por supuesto), esa sonrisa que te dejaba inmóvil, sin que usara de sus depredadores ojos tan peligrosas como una manada de toros bravos, suelto, en su cuerpo todo está peligrosamente suelto. Y al mirarla tan lozana me acordaba de mis secretas y vergonzosas cartas anónimas, que menos mal, jamás se las envié, pues, sin lugar a la duda, hubiera perdido una imprescindible y vital amistad. Al instante de saludarla y como queriéndose desprender de mí y evitar la sospecha de una amistad demasiado íntima que luego diera que hablar, me presentó a su vez a un joven casi de mi edad, vanidoso y con un gesto forzado de no querer amistad.

Sin pensar en una manía frase poética que yo necesitaba, me salió espontáneamente la de que en adelante a La Tierra la debería llamar Clara. Yo creo que ella no me entendió pues no me dio respuesta ni con palabras ni con mohines, estaba muy preocupada en atender a sus invitados, en parecer amable e ingeniosa, más que sincera conmigo. Ese, más que desprecio un tanto motivado por el momento, no oírme, casi cercano a la indiferencia o al despiste o a la seguridad de que yo le seguiría cortejando por la lógica de la impronta del enamoramiento, me dio la seguridad de un derecho: el de pedirle una cita posterior al convite.

-¿Se conocen?

El joven me tendió la mano blanda con cierta pregunta de duda de sentir escrúpulos.

-No creo, he estado mucho tiempo en Madrid.

-Carlos…, Carlos Verdú.

En cuanto Carlos terminó de escupir su apellido me cayó mal. Me fue antipático en seguida. Nunca soporté a lo «niñopapás», después le dije mi nombre imitando su orgullo.

-Severiano -pronuncié a secas, nunca añado mi apellido, no me gusta, suena como almorrana, tengo miedo a que alguien se equivoque y me dila: ¡hola! señor almorrana.

Doña Clara se alejó con una sonrisa prestada para saludar a otros amigos, mientras nos dejaba el recuerdo perfumado de su presencia como si no se hubiera alejado, evadido de mis dedos, y olí mi mano para percibir su eterno olor a agua de rosas, esas rosas que deberían de cultivarse en un país oriental, en jardines de la mil y una noche, me deshice rápido de aquel joven burgués con el pretexto de tomar un ponche, compañía al que todavía no le había crecido ni el bigote, dando gracias a que no me persiguiera, y, con el ponche en la mano me acerqué al grupo de muchachas donde también realzaba su figura una apetecible adolescente: Almudena Ridruejo, alumna mía, acompañada de otras amigas que no dejaban de mirarme con el rabillo del ojo, como diciendo que hace este profesor aquí. Lo ha invitado doña Clara, murmuró una, sospechas y risitas.

Terminado el baile sobre las diez de la noche, con algunas bebidas de más que me habían puesto alegre, me acerqué a doña Clara interrumpiendo una conversación con Don Vicente Lafuente al que le oí decir que a los obreros habría que matarlos a todos por protestones, sigiloso le dejé a ella secreto recado en el oído: después cuando don Sandalio se acueste vendré a verla. Me despedí, salí a la calle y le di una vuelta al membrillo de casas sin apreciar que la luna me perseguía toda desplomada, hice tiempo para regresar, una o dos hora más o menos, vueltas y pensamientos que me hicieran regresar al palacete casa dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta esclavo de la puerta. El alumbrado publico de gas me hacía refugiar bajo un gran ficus, le daba vueltas coma burro a una noria, a los ojos no me venía ninguna luz de las ventanas de la casa, me imaginé burlado, tremendamente engañado. Al momento se abrió su puerta, le di un silbido corto y suave, era ella, me vio y me hizo un ademán con la mano de que entrara dentro del palacete con escudo nobiliario.

-¿Has pasado frío? -me dijo con lastimada boca.

-No, hace buena noche. No podía renunciar a verte otra vez , están tan hermosa, tan copiosamente llena de reflejos…

-Calla -con un gesto recato femenino al sentirse adulada.

-A La Tierra deberían llamarla Clara -ahora si me había oído en evidente claridad.

En la semi oscuridad del salón, mientras éramos vigilado por una ventana a la que acudía el resplandor de un farol de gas, aquella frase aduladora parecía más universal que nunca, me agarró de la mano entrecruzando sus dedos con los míos en un único y fuerte puño y me llevó hasta el ángulo aún más oscuro del salón, su mano empezó a arder, mi descarado y no controlado deseo quedó libre, abracé a doña Clara por la cintura con la sensación imaginaria de posicionarme de su piel desnuda a través de las ropas y, no menos, apretados corpiños, la besé, sus labios ardían como sus manos en llama viva, en un millón de antorchas, el fuego ardían dentro de mí. Hubo un momento de sobeos y apretones llenos de mórbidos deseos lujuriosos, ocultos, hambriento de pellizcar el caliente pan, libre del miedo a ser descubiertos, no importaba el Alcoy nos viera. Sin temor a la culpa, en esos momentos, no me hubiera importado prender fuego al mundo, hacer ruinas el edifico de la moral hipócrita y absurda o hacer de la tierra un descampado, y luego, en compensación y si me lo pidiera volverla a levantar el mundo yo solo piedra a piedra, porque mi amor por ella no tenía alternativa, lo era todo o nada, acampar en el centro de la tinieblas hubiese sido más fácil. Besándonos acabamos sobre la alfombra de la biblioteca. Había conseguido curarme de mi impotencia sexual.

Sin esperarlo se encendió la luz de un candelabro y apareció la figura esperpéntica y lúgubre de su esposo que, en bata azul, desde lo alto de las escaleras, como sí supiera de antemano nuestra furtiva cita, bajó hacia nosotros me habían informado bien, refunfuñó con su insoportable educación, como no podía ser de otra manera en él, al no disponer a mano de un guante para desafiarme, me marcó el traje con una gotas de cera caliente del candelabro, en su intención estaba el ofenderme tanto como para retarme a un duelo, pero yo sentí sobre mi piel el mismo calor que siente una res al aplicarle un hierro infernal en el costado. De inmediato pensé en Don Vicente Lafuente como el chivato, fue como una insoportable iluminación. Él era quien estaba cerca de doña Clara cuando yo me acerqué para decirle al oído que volvería más tarde al palacete. Nadie más lo sabía.

Siete de la mañana. Rambla del Serpi, pistolas de duelo de un solo tiro, padrinos vestidos de luto y chisteras de enterradores por el honor de una dama. Mañana de luz clarísima y comestible, para mí tan triste como un mar al que le han robado todo su azul. El viejo disparó a darme, yo permanecí quieto, firme como un blanco fácil y deseoso de ser acertado, a veces al moverte por el miedo, no es el disparo sino es la casualidad quien te mata, rasguño en mi brazo derecho con lástima de traje de patéticas ceremonias, yo disparé casi al cielo no tenía nada personal contra don Sandalio. Dos disparos en la madrugada y cuentas saldadas. A pesar de todo no resultó satisfactorio para alguien.

Lo más triste y lamentable de aquello días deplorables, no fue el duelo, sino el dolor, pues justo a la semana siguiente, doña Clara, mi Clara de amor por la que yo hubiese sido capaz de robarle el fuego a los dios, apareció estrangulada en la trastienda de la pastelería-cafetería, y además se habían ensañado con ella a golpes. Yo juré que daría con el asesino aunque tuviera que quemar todo Alcoy.

Mi primer sospechoso era su marido, el cual había abandonado Alcoy después de nuestro duelo, aunque también, es verdad, que pudo mandar a alguien que cumpliera el encargo. El entierro de doña Clara tuvo lugar en el cementerio de Onil, en el panteón familiar, hasta allí me trasladé para hablar con don Sandalio cara a cara, convencido que en sus gestos averiguaría si él tuvo algo que ver en su muerte, más no acudió, y eso aumentó en mi las sospechas, la duda de que no se hubiera enterado o que no acudiera a tiempo también pasó por mi cabeza.

La tristeza se convirtió para mí en rabia desatada, me propuse averiguar quién la asesinó con saña, y por qué razón tan asquerosa y repugnase crimen. Además de averiguar quién le dio el soplo de nuestra cita clandestina a su marido para que nos descubriera la noche del baile, tenía la férrea decisión de no pararme hasta encontrar al asesino, y fuera quien fuera lo mataría con mis propias manos. Me llené de odio. Culpaba a todo Alcoy, que en esos momentos se había convertido en mi más odiado enemigo. No supe aprender a vivir sin ella.

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